DETRÁS DE LA ESCENA.
Sólo frente a la muerte, sin esperanzas, Argentino del Valle Larrabure, escribió durante su cautiverio lo que le dictaban el dolor, la nostalgia y el recuerdo de sus seres queridos. Este es su diario. Un documento que no se puede leer sin lágrimas.
Sí. A lo mejor Ud. lo pensó.
Miró la fotografía que ilustra este “detrás de la escena” – una imagen triste, demasiado conocida por los todos los argentinos- y se preguntó: cómo, ¿otra vez el caso Larrabure? Por las dudas va esta respuesta a esa pregunta. Periodísticamente el diario de Larrabure – un testimonio único de su calvario- es uno de los documentos más estremecedores que hayan llegado jamás a la mesa de una redacción.
Eso sólo bastaría para publicarlo.
Pero hay, en este caso, varias razones.
Mucho más poderosas que las razones periodísticas. Insistir con el caso Larrabure no es una obsesión, un regodeo, otra vuelta de tuerca a ese martirio de más de un año en un pozo oscuro, húmedo y lúgubre.
Insistir con el caso Larrabure es mostrarles a los argentinos algo más que la inmolación de un hombre.
Es desnudar en toda su crudeza toda una etapa de la historia del país que no debe volver a repetirse.
Esa etapa de secuestros, de asesinatos, de atentados, de violencia ciega no será olvidada por los argentinos ocultando cosas.
El diario de Larrabure pudo ser prolijamente guardado en un sobre y mandado al archivo.
Porque todos los detalles del caso se sabían.
Porque en su momento había hablado su viuda.
Porque ya se habían publicado todas o casi todas las fotografías.
Sin embargo para nosotros no es un caso cerrado.
Es uno de esos casos que exigen siempre, por muchos años que pasen, lucidez y memoria.
Por eso no nos importa la reiteración, el retorno a los hechos y a las terribles imágenes finales de este hombre-símbolo.
Lo que sí nos importa en esto es el olvido.
Alguna vez el caso Larrabure – y Aramburu, y Viola, y Cáceres Monié, y tantos otros será definitivamente el pasado.
Alguna vez tendremos la paz que queremos y que estamos conquistando tan duramente.
Entonces, en ese punto, habremos llegado al objetivo. Pero si olvidamos el pasado, si pensamos que esos hechos no se repetirán, correremos un serio riesgo.
Todo puede volver a repetirse.
Porque los únicos responsables de los hechos somos nosotros.
Esa responsabilidad es la que nos lleva hoy a publicar, íntegro, con todos sus puntos y sus comas, con toda su trágica carga las líneas que en la soledad de su encierro escribió un hombre arrancado de su mundo y de su familia cuando supo que la muerte lo esperaba al final del camino.
Recordar a Larrabure siempre es una manera de:
no olvidar nunca lo que no debe ser olvidado.
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ESTREMECEDOR DOCUMENTO DEL MARTIRIO DE LARRABURE.ESTO ESCRIBIÓ UN HOMBRE QUE ESPERO LA MUERTE 372 DÍAS.
“A Dios, que con tu sabiduría omnipotente has determinado
este derrotero de calvario, a tí invoco permanentemente para que me des fuerzas.
A mi muy amada esposa, para que sobrepongas tu abatido espíritu por la fe en Dios.
A mis hijos, para que sepan perdonar.
Al Ejército Argentino, para que fiel a su tradición mantenga enhiesto y orgulloso los colores patrios.
Al pueblo argentino, dirigentes y dirigidos, para que la sangre inútilmente
derramada los conmueva a la reflexión para dilucidar y determinar con claridad que somos hombres capaces de modelar nuestro destino, sin amparo de ideas y formas de vida foráneas totalmente ajenas a la formación del hombre argentino.
A mi tierra argentina, ubérrima y acogedora, escenario infausto de luchas fratricidas…, para que cobije mi cuerpo y me dé paz.
Mi intención no es el insulto ni formular personalismos. Más bien me impulsa a escribir este cautiverio que me sume en las sombras pero que me inundó de luz. Mi palabra es breve, sencilla y humilde; se trata de perdón y que mi invocación alcance con su perdón a quienes están sumidos en las sombras de ideas exóticas, foráneas, que alientan la destrucción para construir un “mundo feliz” sobre las ruinas.
Mis enemigos son medrosos y pusilánimes ante iguales y superiores. Impulsivos, cortantes y autoritarios ante inferiores, débiles, cautivos y desarmados. Valientes en las sombras, en la sorpresa, en la espalda o en el insidioso dardo arrojado por detrás a su oponente. En el cautiverio se corta abruptamente la relación con un medio, formado por la integración de familia, trabajo y amigos. Se cae a una celda estrecha, húmeda. Un escondrijo de ratas donde los carceleros encapuchados juegan una suerte de duendes o de brujas.
Soledad de voces y ausencia total de facciones vivas. La cara es reflejo del alma, y los mentados “carceleros del pueblo” son capuchas móviles, insensibles, endurecidos por
resentimientos de profundas raíces.
Son carceleros sin alma.
SORPRESA Y SECUESTRO.
El asalto embozado y sorpresivo constituye siempre el peldaño para secuestrar una persona que por la investidura de un cargo, por la posibilidad de servir de rehén canjeable o para negociar el cambio por millonarias sumas, se transforma en un ave apetecida de quienes no siendo delincuentes comunes se vuelven mercaderes del dolo. Del dolo para muchos no punibles, porque son ellos los secuestradores integrantes de pseudo ejército que lucha por reivindicaciones populares. Son “luchadores anónimos contra las injusticias populares”. No puedo imaginar qué ventura de hálito bondadoso y sutil acaricia su accionar delictivo, qué hace que su carroña se transforme en doradas mieses.
Estos poseídos de transformaciones revolucionarias tras la sombra y la traición asaltaron En esta tierra de gallegos y tanos, donde el ser hijo o descendiente de inmigrantes es lo común, quién puede cantar loas de discriminación racial, nadie. Sin embargo los hijos legítimos de la tierra, los aborígenes, desaparecen víctimas de endemias y desposeídos porque sólo aventan sus dolores los integrantes de congregaciones religiosas que concretan en diversos rincones del país obras silenciosas pero de profundo contenido humano.
Los poseídos de las inquietudes marxistas-leninistas ignoran al aborigen porque el indio con su fuerza telúrica vive en confines donde ellos no llegan. A veces llegan como en 1968: un tercer mundista, el ex sacerdote Ferrari, y un grupo de ambos sexos llegaron a un lejano poblado de Formosa. Agitaron ideas, reconvinieron la “injusticia burguesa” que los tenía postrados en el olvido y la miseria, obsequiaron víveres y antes de los quince días regresaron a sus posiciones “burguesas” en Rosario. Pregunto: ¿no hubiera sido conveniente cumplir con el milenario refrán “NO LES DES PESCADO, ENSEÑALES A PESCAR”?.
Sorpresivamente atacado fui tomado como rehén por un grupo subversivo.
LAS HORAS INICIALES DE MI CAUTIVERIO
Estar cautivo de estos revolucionarios antiimperialistas, que arroban sus ideas en los “sobacos” del imperialismo ruso, chino, francés o del imperialismo que nace de la satisfacción de placeres fáciles, del sabor del poder asequible sin espera, del dinero, diciendo ser antiburgués cuando huelen a burgués desde cuando se amamantaban de los pechos de sus madres.
Una “cárcel del pueblo” la titulan. Lo del pueblo está demás, por cuanto se gobierna por sus legítimos representantes.
¿Qué representan quienes se arroban el derecho de hacer purgar culpas con carceleros con capucha?.
Estar cautivo de estos “próceres” es como estar atrapado en una telaraña, donde sustraído del medio nos vemos impotentes para liberarnos pero mantenemos la esperanza de una muerte.
Es necesario preguntar qué se proponen los siniestros cultores de estas cárceles, que medran con la violencia para lograr dinero, para financiar sus aparatosos y burocráticos sistemas de “delincuencia” revolucionaria.
Burócratas carceleros con capucha.
MÓVILES
DEL ACCIONAR SUBVERSIVO.
La subversión en su estrategia y en su táctica busca crear el caos nacional.
En la estrategia están los revolucionarios burgueses, con coches, mujeres, departamentos, buenas “pilchas” y cuentas en el extranjero.Su escenario es multinacional, hablan de “revolución de América latina” y sus representantes se reúnen en Praga, para recibir instrucciones de un “buen señor maestro en revoluciones”,que como es de suponer no se llama García, Fernández, Pérez o algún otro patronímico de origen español, itálico, común a nuestra vena, que nació con la corriente arrolladora de la inmigración. Venerados revolucionarios como nuestro máximo representante del partido comunista, el señor Victorio Codovilla, que murió en Moscú, donde fue enterrado. Pregonan que el poder sólo será conquistado por la lucha. Y la lucha, por las características de sus organizaciones será larga, insidiosa, sucia.
Privado de mi libertad me encontré en un refugio húmedo, sin luz natural, lejos de ruidos y celosamente custodiado por encapuchados cuyos cambios de guardia constataba por el calzado que usan o por las manos. Manos en general jóvenes, con pieles tersas, clásica de la potencialidad física propia de la juventud, ávida por vivir, por aprender, por su esperanza en el futuro, por su intolerancia con la espera. Estos son mis carceleros, mis jóvenes encapuchados que resignan con su agresiva actitud la milenaria disposición que caracteriza a la juventud por su ternura, por su amor.
Omití referirme al traslado que de mí hicieron mis “benévolos captores”. Inyectarme un alucinógeno y cuando horas más tarde desperté me encontré en otro abyecto canil. Me desperté aturdido, tendido en un camastro, mi cabeza llena de zumbidos, mis ojos pesados, sin poder entreabrirlos. La luz de un tubo fluorescente hería mi retina. El techo, de unos dos metros de altura, mostraba su superficie de ladrillos huecos premoldeados. Mi “espaciosa” celda es un cuadrilátero de 2,20 de largo por 2 de alto y 1 aproximadamente de ancho. Aprecio que mi celda es una excavación porque carece de ventanas y una de las paredes laterales está burdamente revocada a cemento. El frente es de idéntica composición. El contrafrente es una pared de ladrillos huecos y una reja de aproximadamente 40 por 60 y el costado una divisoria de madera compactada. Una puerta de igual material da a un pasillo, donde existe otra lúgubre y húmeda celda.
Esa puerta de mi canil se cierra desde el pasillo. Este, a su vez está cerrado por una puerta de hierro, de las comunes puertas de calle, que da a un estrecho pasaje que lleva a una escalera de madera. La escalera tiene ocho peldaños y es sumamente empinada. Desemboca en un placard, cuyo piso de quita y pon cubre el acceso y dificulta cualquier control somero. Dos tubos de plástico negro de unos dos centímetros de diámetro conectan con el exterior y permiten la aireación mediante un extractor eléctrico cuyo funcionamiento depende de mis captores. Yo padezco la terrible desventura de pensar que puede dejar de funcionar y aumenta mi congoja de sentirme ahogado en este nicho donde el aire húmedo y enrarecido aumenta el asma que quebranta mi fuerza física.¡Oh, Dios, no me castigues muriendo ahogado, asfixiado, desesperado...!
CUANDO NO HAY DIAS NI NOCHES
Estoy confundido y quiero ordenar mis ideas.
No sé de noches ni de días. Las horas no están marcadas por reloj. Me son dichas por mis “piadosos” carceleros encapuchados y por Radio Rivadavia, que ellos sintonizan y me hacen escuchar mientras me vigilan. Aquí, en este maldito subterráneo, en esta odiosa ratonera, los hombres me privan de percibir el día por el sol, por la luz, por el volar de los pájaros, por el cielo diáfano y celeste que nos llena de esperanza; de la noche, por la oscuridad, por la luna, por el titilar de las estrellas que nos hablan el lenguaje de lejanas galaxias.
El tiempo, en su inexorable derrotero, transcurre suave y feliz precisamente cuando oscuras nubes no ensombrecen nuestras vidas. Pero hoy, prisionero, sin entender la razón de mi cautiverio, el tiempo sólo sirve para dimensionar un tiempo transcurrido y un futuro cada vez más cerca de mi muerte o de mi liberación…¡Oh Dios! ¿Podré un día encandilar mis ojos con la luz del sol y palpitar mi corazón agitadamente junto a mi amada esposa, hijos y demás queridos?
Me han dado un lápiz y borradores y ya he confeccionado mi propio calendario.
Mis carceleros me han brindado entrevistas para hablarme de política. Por supuesto, de política revolucionaria empapada de Mao Tse Tung, Regis Debray, Giap, Ho Chi Minh, Guevara y demás. Les he expresado que mi formación es eminentemente técnica y no siento vocación y prácticamente me fastidia la política. Para prepararme me han entregado la bibliografía correspondiente y persisto en mi obstinación de mi poco apego a tales estudios e insisto en que deseo libros de matemáticas, física o química. Afortunadamente me hacen llegar libros de matemáticas y el estudio pone su aporte de terapia laboral a mi largo cautiverio.
Este vivir sin querer vivir, este transcurrir del tiempo sin ser dueño de él me hace volcar a diario a profundas meditaciones. Ellas me reencuentran con Dios, en quien deposito mi esperanza, de quien guardo infinita fe y me someto sumiso al destino que me dé y al recuerdo permanente de mis seres queridos, que vivirán una pesada cadena de dolor por esta separación e incertidumbre de mi destino.
EL RECUERDO DE UN LIBRO.
Las marañas en este largo tiempo que dispongo traen a mi memoria un libro que leí hace más de 20 años. Se trata del libro titulado,”Mis prisiones”, de Silvio Pellico.
En él, el autor compone una autobiografía en que cuenta su prisión por causas políticas, allá por el año 1820. Estaba segregado en una celda pero disponía de carceleros sin capuchas, que ya en el primer día se ofrecen a comprarle vino y se horrorizan al saber que Pellico no bebe, por cuanto entonces, según ellos, se le hará insoportable la soledad de la prisión. Son carceleros que en sus caras, en sus mejillas, traducen alguna consideración por los que sufren.
Pero el autor de Mis prisiones relata que en la soledad y el silencio de su celda se reconforta con su devoción a Dios y el recuerdo de los seres queridos que añora. Muy pronto, una Biblia le permitirá deambular en profundas meditaciones y muy pronto también se acerca a las rejas de su celda un niño, hijo de ladrones, que vive y crece al amparo de la cárcel donde su padre purga una pena. Pellico le arroja un pan, y advierte que el niño es sordomudo. El pequeño agradece con cariñosos gestos y así a diario se entabla una mutua comunicación por señas y muestras de gratitud del niño, que arrastra sus signo de desgracia en su sordera, en su mudez y el origen envilecido de un padre ruin.
La falta de distancia, la visión del día y de la noche, la mirada de piedad y consolación, la comunicación interior y exterior, la mirada a cara descubierta de los carceleros, el cruce de miradas amigas de otros presos con igual destino, con un médico viejo pero de amplio sentido humano, que brinda la autobiografía de Silvio Pellico, es un sustento que falta en esta “moderna y justiciera cárcel del pueblo”.NO ES UN MEDICO: ES UN VERDUGO
Muy pronto, y como consecuencia de la estación primaveral que finaliza la temperatura va aumentando. Llegan las horas en que el aire se va enrareciendo. Hay en mi “canil” un gran porcentaje de humedad, y mi crónica afección asmática se ve recrudecida. Son solícitos en prodigarme asistencia médica. Un galeno con capucha viene, me ausculta y realiza una prolija revisación, le indico con sumo detalle otras dolencias físicas que me atormentan en el cautiverio: constantes dolores de cabeza, ardor estomacal producto de frecuente acidez, continuos deseos de orinar y un insomnio cruel que lacera mis quebrantados nervios. No veo la cara del médico, sus ,manos son de un hombre joven, de voz pausada y suave. Su examen, su presencia, constituyen una comunicación con el mundo exterior que llena mi espíritu de esperanzas, quizás inútiles, pero son peldaños de
ilusiones, por cuanto un médico, un discípulo de galeno, un hombre que juró por Hipócrates, es un hombre con una formación, con una concepción humana que lo hace respetar al hombre, amarlo, cuidarlo, mejorarlo y aún ayudarlo a morir con esperanzas.
Esta concepción es una expresión acunada en mi fe en el hombre, en el hombre hecho a manera y semejanza de Dios. Pero no todos los hombres han recibido la luz de sus buenos maestros.
Con el médico estuve parlanchín y referí fluidamente mis dolencias. Estas persisten y por ello me parece propicio pedir que nuevamente un médico me atienda de mis problemas de salud.
Quiero la presencia del médico porque quizás pueda hablar con él de tal manera que además de mis males físicos pueda confiarle los dolores que oprimen mi espíritu. Quizás el pueda comprenderme y constituya el madero que en el naufragio llega con su sostén providencial. Si, medito y hablo conmigo mismo para repetirme: el médico me habrá de comprender y tendré por él la posibilidad de llevar a mi familia una comunicación un tanto directa y providencial, portadora de un hálito de fe y esperanza, en esa carrera de desventura que viven los míos. Despliego el envase de cartón de uno de los medicamentos y en su parte interior escribo mi mensaje de desesperado extraviado:” Por favor, doctor, hable a Buenos Aires, al número ... y diga que estoy bien... “.
El médico de acuerdo con mi pedido viene nuevamente. La revisación es prolija. Mi relación de mis malestares es sumamente esclarecedora pero reiterativa. El médico observa, escucha, ausculta, toma nota y me aporta su cuota de tranquilidad, expresándome que las nuevas medicaciones habrán de superar los pesares que sufro. En un instante en que el carcelero no observa, discretamente llevo a la mano del doctor mi mensaje y en mis ojos imploro que acepte ese compromiso de solidaridad con un ser humano quebrantado por un injusto cautiverio. La capucha asiente afirmativamente. Pero en ese asentimiento pude ver sus ojos, y nació en mi de inmediato el firme convencimiento de que la capucha es solo estuche de un hombre que está técnicamente preparado para ejercer la medicina, pero carente de sentido de piedad. Más bien es un hombre con cualidad de verdugo. Sí, éste es indudablemente el hombre nacido para manejar el hacha que secciona una cabeza en el cadalso, donde cae brusca, sanguinolenta. Donde un torso y extremidades dan estertores convulsivos al ser tocados por una súbita muerte. Al ver sus ojos he visto la malicia calculadora del sádico, que siendo médico sólo tiene el alma carnicera del verdugo. La negra tela de la capucha que trasunta la mejilla desencarnada de la muerte me espera paciente. En una espera que procura lenta para gozar de mi impotencia y de mi desesperanza, pero se nutre en su ansia fatídica, en que su cautelosa acechanza no será vana. El médico se fue con mi esperanza y mi duda. Amargo sabor de hiel el de esos ojos glaucos y fríos que vi en el orificio de la capucha, ojos de aves voraces que gozan de que la carroña de mi cuerpo sea devorada en amarga espera.
La esperanza se desvanece como letras escritas en la arena...
UN DIALOGO TERRIBLE.
Después del mensaje frustrado que intentara cursar con el médico, hay una velada obstinación en observarme. Trabajo en mantener limpia y ordenada mi ratonera y estudiar diariamente matemáticas en el texto que me trajeron, además de papel borrador y lápiz. Esto constituye mi evasión y me posibilita la redacción de estos apuntes que hasta hoy he podido esconder de mis trabajos.
“No estoy abandonado”, le respondo, “estoy acompañado por la fe infinita de Dios y por el amor de mis seres queridos, amigos y mi Ejército, que no me abandonará jamás, porque en él se forjó mi carácter, porque él perfeccionó mi intelecto y porque en él aprendí muy joven a aceptar y saber esperar a la muerte con templanza”.
Mi certidumbre se afianza con la visita de un encapuchado que me dice: “Mayor, no se desespere y no trate de quebrantar su prisión. En la cárcel del pueblo Ud. permanece porque el Ejército al que usted pertenece, lo ha abandonado”.
“Usted, mayor, tiene una evidente inestabilidad emocional, y habiéndolo abandonado su Ejército, Ud. puede lograr su libertad.”
“¿ Lograr mi libertad a cambio de qué?”
“Mayor, Ud. es especialista en armas y explosivos. Acepte Ud. trabajar como asesor para las fábricas de nuestra organización y será libre”
“ Por ese precio, no...Sólo la muerte, que sabe a la pureza del fruto no corrompido. Morir, pero por ideales que están al amparo de símbolos que nos conmueven el espíritu con la visión de una nación altiva. Ricas pampas, ríos caudalosos, mocetones que sienten la Patria por la pureza de sus corazones libres y que ignoran cánticos foráneos y estrellas imperialistas de cinco puntas teñidas de rojo.¡ Oh, muerte apetecida, te espero fiel a mi Patria y a mi Ejército!”
“Larrabure, Ud. tiene un desequilibrio emocional que no le permite apreciar exactamente su situación. Piense y hablaremos...”
“ ¡ Sí, hablaremos para que cada vez que se consolide más mi fe y mi fidelidad!”
“ Hablaremos, Larrabure....”
CIGARRILLOS IMPORTADOS.
Quedo acalorado, nerviosos, tembloroso, y me arrojo en mi camastro, enardecido. Cuento los pasos de los peldaños de la escalera mientras por la reja mi guardia encapuchado sigue atento a mi actitud, busca la respuesta del diálogo en mi soledad. Tendido de cara al techo miro los ladrillos huecos de cerámica y arcilla cocida. Qué destino impío el tuyo, naciste para techo tibio de un hogar y hoy vives como pared estrecha de celda. Estás enlazado a viguetas de hierro y cemento, cuarenta centímetros me aíslan de la superficie. Arcillas quebradizas, frágiles, el tubo de luz fluorescente con sus cables conductores me pueden posibilitar electrizar la puerta de hierro o la reja de mi celda, pero todo esto es una esperanza, porque siempre están los ojos vigilantes del guardia que me mira silencioso en su capaucha.
Hijo mal parido sería trocar este mísero encierro por una libertad física, mientras mi alma se envilece con el fango de estos miserable. Mi capacidad técnica la posibilitó mi Patria para ponerme al servicio de una sociedad, la sociedad argentina. Que no obstante sus imperfecciones ha dado siempre muestras de igualdad de posibilidades, es una sociedad abierta.
Esos, mis encapuchados, se han prestado a una revolución con el desenfreno de la juventud, con cánticos de Marx, de Mao, de Giap, el Che Guevara, Ho Chi Minh y Truong-Chnik en “la resistencia Vietnamita vencerá”. Están en la revolución. Entraron ayer, hoy son sus prisioneros y seguirán, porque hay que seguir como el río que no se detiene, es estar en el deleite de horas de zozobras y de luchas. Mientras me cuidan, fuman, y las volutas del humo de sus cigarrillos importados huelen a burgués y me ahogan en la estrechez de mi pocilga. El asma altera mis nervios y mis sentidos están atentos a que el extractor de aire no me traicione. El humo de los Camel me hace mucho mal. Humedad, humo, y creo sentir croar de ranas, ranitas verdes que podrán mirar las estrellas de un cielo inconmensurable. A diario, motores de automóviles ponen una nota acústica a mi vida. Son
mis carceleros, que, atados al desvarío de sus pasiones, son prisioneros de ignorados duendes, integrantes de una organización, en su interior han palpado sus impudicias, el desborde de poder de sus jefes, el cambio de rutas que marcaban los objetivos de su lucha, el nacimiento de una burocracia en su estamento que la torna tan impúdica como la burocracia que era motivo de sus luchas.
Pero ya están en el E.R.P., están en un torbellino, y como las aguas buscan un desnivel, éstos “revolucionarios” ruedan y llega un instante que no saben por qué y para qué, pero ruedan. No sería justo objetar la alimentación. Mis carceleros me alimentan bien. Creo que ellos piensan: “barriga llena, corazón contento”. Cuán distante esta mi pensamiento en prodigar alimentación a mi cuerpo para que como una vela no se extinga por falta de estearina. ¡Sin embargo, mi salud decrece, siento altibajos emocionales, insomnio, inapetencia, indisposiciones estomacales y una aguda cistitis. Mi pequeña celda con su inodoro portátil que me retiran a diario, la estrechez, la impotencia y esos ojos de capucha que me vigilan tras la reja crispan mis nervios.
Calladamente rezo pidiendo a Dios que no me abandone en una locura humillante. Quiero morir como el quebracho que no entrega su figura de árbol rudo sin exigir el esfuerzo del hachero en prolongadas
transpiraciones. Quiero morir como el quebracho, que al caer hace un ruido que es un alarido que estremece la tranquilidad del monte. Quiero morir de pie, invocando a Dios en mi familia, a la Patria en mi Ejército, a mi pueblo no contaminado con ideas empapadas en la disociación y en la sangre. ¡Oh, Dios misericordioso, te pido humildemente me concedas esta gracia! ¡Dad a mi espíritu tu protección generosa para que mi vida cese como la serena llama de una vela que se extingue!.
“Hago gimnasia moviendo mis brazos y piernas en flexiones interminables, pues quiero fatigarme. La fatiga me prodigará el sueño. A pesar de ello no puedo dormir y debo recurrir al carcelero para que me facilite un barbitúrico. Me entregan un Valium de 5 miligramos. Solamente con la ayuda de esta droga logro conciliar algunas horas de descanso con un sueño profundo y relajado.
En este mi retiro obligado medito que es necesario disponer de una profunda vida interior para sobreponerse a la desventura del cautiverio, de la soledad, de la angustia por el recuerdo de seres queridos sin llegar al extravío, a la enajenación. Busco fuerzas en mi espíritu azotado para superarme, para no quebrantarme, para no claudicar, para morir con Dios, que estos pervertidos sin fe apostrofan, pero también tengo lucidez para comprender que en algunos momentos los zumbidos que castigan mi cabeza me sumen en un estado de inconciencia y siento voces hablar de personas muy caras a mi corazón.
¡ Es una prueba más de Dios, y yo la acepto!. Que negra noche cae sobre mi dolor y mi impotencia... (1)
En mi calendario, donde marco los días tan amargos de mi cautiverio, hoy tiene para mí una significación muy especial. Me siento convulsionado, angustiado, una profunda pena oprime mi pecho. Me siento sumamente tensionado, nervioso. Mi mente se agita y parece percibir no sé que conjunto de sensaciones extrasensoriales y me invade una desesperante intención de gritar, de llorar, de patear el tabique de mi celda, mientras los ojos vigilantes del joven de capucha siguen inquisidores mi movimiento nervioso en la estrechez de mi ratonera. Por la noche, de cuya llegada me entero por la hora oficial de Radio Rivadavia, ya que en esta cárcel subterránea la vida pasa sin día ni noche, sólo hay la luz de un mísero y precario tubo fluorescente, mis nervios no me permiten conciliar el sueño. En mi perseverante meditación he comprendido que el estado de paroxismo es producido por un hecho irreversible. Siento la laxitud de haber captado un mensaje de despedida de un ser muy querido. Quizá mi esposa, mi madre, mis hijos, mis hermanos. El desasosiego de mi incomunicación me lleva a una gran agitación, pero estoy seguro, convencido plenamente que un hecho luctuoso abate el seno de mi familia.
(1). Ese día fallecía la madre de Larrabure
NAVIDAD Y AÑO NUEVO.
Las fiestas navideñas son fiestas de hogar, donde la familia cristiana se reune para memorar el nacimiento de Jesús en el humilde pesebre de Belen. Esas reuniones de familia con ecos de agradables villancicos constituyen un bagaje muy caro a la recordación de un cautivo caído en la crueldad de una estrecha mazmorra. Melancólicos recuerdos, lágrimas y una espera sin esperanza, mientras los ojos de avecilla negra que me observan están ausentes de todo calor de
cánticos navideños. ¿ Hijos de quien son estos seres? ¿Observan alguna tradición?.
Son subversivos sin familia y sin fe. Su tradición es la sangre, su símbolo no la estrella de Belen sino la horrenda estrella roja de cinco puntas.
Estas dos fechas marcan etapas muy dolorosas y siento una depresión que me obnubila. Mi insomnio persiste y comprendo que mi estado emocional sufre alteraciones que se acrecientan. Creo en algunas oportunidades que pierdo el sentido y me
sumergo en una somnoliencia que verdaderamente es un estado de verdadera inconciencia. Escucho gritos, voces y sirenas.
Pero Navidad pasa con una profunda pena en mi corazón y muy pronto el año nuevo, 1975, será quizás el año de mi desenlace. La despedida del año y el escuchar en la noche el ruido de cohetes me atormenta y me sume en una profunda depresión. Pienso en los míos, a quienes la llegada del año nuevo constituye la apertura de un nuevo año y un nuevo sendero sin esperanzas.
El 4 de enero sorpresivamente sentí voces de mi hija, y salí en su búsqueda, y me encontré con tres hombres y una mujer joven que hablaban en una habitación. Les ví sus caras y la contracción de sus mejillas, su palidez ante el peligro que supone la presencia inusitada de un hombre cautivo que los encuentra desarmados. Lamentablemente mi estado de alucinación y mi salud quebrantada no me ayudan en la gresca que se origina. Pude pegar, rompí un vidrio, pero fui desvanecido por mis siniestros carceleros y cuando desperté me encontré maniatado de pies y manos en mi camastro. Así permanecí durante tres días en que con más severa vigilancia se me desataba para alimentarme y para usar mi inodoro portátil. Maniatado, dolorido por los golpes recibidos, me sentí afiebrado. Me brindan asistencia médica y luego de ese ...
Este estado anímico tan especial pienso, es producto de un lento envenenamiento a que me someten mis captores. Son frecuentes mis trastornos estomacales: creo que ya estoy al borde del abismo.
(1) El relato se interrumpe en este punto. Poco después Larrabure sería torturado y asesinado.